miércoles, 30 de octubre de 2013

[por si las] moscas



Inevitables golosas,
que ni labráis como abejas,
ni brilláis cual mariposas;
pequeñas revoltosas
vosotras, amigas viejas,
me evocáis todas las cosas.


Vale que como que como al menor de los Machado, medio gitano medio parisién y toda esa mierda para dismular lo mucho que le gustaba la droja, las moscas sean algo ajeno y a la vez familiar.

Es cojonudo que las moscan te puedan hacer sentir como un niño africano carne de cámara de informativo o como orgulloso campeón cuando te están comiendo. A su puta bola. Con su aleteo insistente. Perpetuo. Ese zumbido constante. Que no se ahuyenta por muchos manotazos que propines al aire. Furioso las primer ahoras.  Automático las sucesivas.

Menos mal que la mayoría son diurnas y te joden solo la mitad -más o menos- del día. Si sirve de consuelo, o de medalla, solo van hacia la materia putrefacta o la fecal. 

Cuando hueles a mierda.

Mira que insistí en pillar la pintua facial con repelente para insectos. Pero donde había crema ahora solo hay mierda mezclada con sudor.

Es asqueroso, pero es victoria.

La pequeña, claro, que es aguantar. La segunda es perseverar y seguir ahí cuando lo que te mereces es una ducha y quitarte el apestoso unirforme, Dios, qué repugnancia damos, pero nos abrazaríamos por haber llegado hasta donde estamos.

Desgraciadamente, las moscas solo abundan en verano y en altitudes bajas, como unos 1300 metros máximo cambio climático incluído. En invierno las cosas son más jodidas y más tristes, incluso.

Así que si hay moscas, tampoco están tan chungas las cosas. Siempre podía venir el puto Yeti.

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