Imagino que envejecer es darse cuenta de que las cosas cambian. No debe ser fácil cuando aquello en lo que con tanta firmeza creíamos asoma grietas de derribo o el paso de tiempo acaba por ajar la arcadia feliz de nuestro recuerdo.
Claro que no. Todos necesitamos mitos, iconos y tótems, y seguro que algunos de ellos han guiado a los hombres a metas muy loables y muy elevadas.
Otros son como más de andar por casa, nacen fruto de un contexto, una necesidad, la cubren durante su vigencia y cuando un sustituto solventa su misma misión con más eficiencia, éste le reemplaza. Sin más drama, aunque hay abundantes ejemplos tan estúpidos como trágicos; ya saben la historia famosa del rouge c'est la France llena de cerril orgullo por la tradición y menosprecio de los hombres.
Algunos grandes referentes hablan por sí mismos, y su mensaje es tan claro, distinto y conmovedor a través de los siglos que no entienden de para qués. Porque a fin de cuentas eso de que la forma sigue a la función es cosa de antes de ayer. Y lo de elevar el producto industrial a la categoría de icono, directamente de ayer.
Una cosa sería querer ponerle diálogos a Metropolis o tatuar el brazo a la chavala del desayuno sobre la hierba y otra el pillar uno de los cientos (miles?) de Ford Thunderbird sobrevivientes y pintarle unas llamas mexicanas. Precisamente porque es un producto industrial fabricado en masa y no un objeto único e irrepetible, por mucho que queramos elucubrar sobre su condición icónica.
Por eso no puedo evitar sonrojarme cuando la peña suplica por un cáncer en los ojos y exije penas gravísimas ante la visión de armas históricas a las que generalmente irónicos entusiastas modifican según las modas que van llegando en un divertido ejercicio de improbable diálogo tecnológico. No hay que irse tan al extremo, ya que no es difícil encontrar a quien le parecerá aberrante un Kalashnikov con cualquier ayuda a la puntería moderna. Imagino que esto responde a un excesivo apego al icono por lo que para muchos representa, y si suele ir ligado a la ideología ni les cuento. Piensen en el tremendo shock que para un añorador del Paraíso de los Trabajadores supondrá ver a ese exportador del socialismo en calibre 7.62x39 mancillado por los vicios occidentale
Tampoco hace falta mirar hacia otras latitudes para encontrar cofrades del tumultuoso sector de adoradores de lo resistente-y-fiable, todos conocemos a nuestros mayores recelosos de cualquier cambio en el patrimonio de sus recuerdos. A ellos no les hacía falta nada más, claro. Todo son mariconadas, pijaditas, cosas de ricos a los que ay, no saben en qué gastar el dinero. Hasta que las pruebas y oh sorpresa. Porque pese a modas, malos diseños y peores usos, lo eficaz se impone cuando está en igualdad de condiciones.
Porque quizás de eso va todo, (o no). De la función y la eficiencia. Sabemos que es menos romántico y algo más complicado porque lo fácil es darse golpes en el pecho, bromar que si cojones, de tradición y decir que lo bueno es no necesitar nada más que algo muy brutote.
Todo es susceptible de mejorarse, y el que lleve usándose mucho tempo de un modo no significa que sea lo ideal. Siempre ha habido cosas que pinchan. El primer fulano que hizo una funda para la espada y no irse cortando por ahí fue un genio, el que se puso una cuerda a la cintura y la colocó ahí para llevar las manos libres, un lumbreras de la ostia. Seguro que entre cada uno de esos acontecimientos pasaron mogollón de años.
Pero no fue hasta los 1860 cuando otro tipo vio que era jodido desenvainar con la mano derecha sin utilizar la izquierda (en este caso, porque un cañonazo en la India le voló el brazo) así que se inventó un puto cinturón con una correa hasta el hombro para arreglarlo. La Reina le puso una medalla e hizo que su invento llevase el nombre de su creador, Sam Browne.
No se conocen casos de oficiales que rehusasen llevarlo porque les pareciese deshonroso, aberrante o descardamente rupturista. Arreglaron un problema que ya tenía miles de años, funcionaba y sería estúpido no incorporarlo.
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